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Los cambios en el firmamento eran vertiginosos por primera vez en la jornada. El Sol Rojo aparecía por el este y la herida de cielo blanco que infligía a la penumbra condenaba a la faull. Manchado por la sangrienta luz del astro, el valle colosal despertaba como un gigante que abriese los párpados pesarosos. La pupila del gigante era La Montaña, y el blanco de su ojo la extensa ciudad de piedra pulida encerrada entre la linde del círculo de colinas que rodeaba al valle y La Montaña.
Las calles de la Ciudadela Blanca se iluminaban a medida que la oscuridad y el Sol Azul retrocedían hacia el oeste. Visto desde el cielo, la capital del imperio y la otra ciudad que crecía a su sombra parecían un hueco colorido que se extendiera kilómetros al interior de una cordillera circular. Más allá de las dos ciudades y el valle, se abrían paso un infinito de planicie salpicado por exabruptos boscosos y un trepidante surtido de ríos. Sus aguas fluían hacia el Mar Infinito, más allá de la frontera y la barrera, un lugar legendario de cuyas costas arrancaran Kew’Om para protegerlo. La Montaña estaba en el extremo sur del reino, cerca de la franja más peligrosa de la frontera; El Dragón era su custodio.
Muy al centro del perímetro concedido por la barrera sagrada, a varios días a vuelo de ave hasta los abruptos cañones de skol, se alzaba la Ciudad Roja. La sede de la Orden del Sol Rojo, construida con el mismo método que La Montaña, había sido tallada en lo alto de los acantilados sobre el oscuro cristal rojo. Allí el ro nunca termina del todo, porque el cristal de skol retiene la luz del Sol Rojo y aún durante la faull la refleja con fuerza. Al noreste, el cañón de skol daba lugar a millas de intermitentes planicies en un cada vez más oscuro y tupido bosque de árboles altos de madera áspera y extensas y enredadas copas. En esas llanuras flanqueadas por el Bosque Negro florecían los Confines Libres y más allá del Bosque Negro estaba la frontera norte; Binort era su custodio.
Solo dos personas sobrevivieron a un combate directo contra Igor el Caído. El Dragón Ivak lo derrotó y devolvió la luz al mundo, pero Binort el Bárbaro lo mantuvo lejos del Bosque Negro y sus Confines Libres mientras duró la oscuridad. Cuando Ivak ascendió, Binort llevaba años reinando en tierras que antes pertenecía a nómadas herejes. El mismo Binort adoraba a la Diosa de la Tierra, que, según las comunidades forestales, aún se comunicaba con los habitantes de Kew’Om. La Corte de Kew’Om y la Orden del Sol Rojo debatieron durante meses cómo afrontar la existencia de este segundo rey al interior del reino. Se temía un nuevo conflicto tras superar la catástrofe de Igor, pero El Dragón Ivak se opuso a todas las insinuaciones a favor de reivindicar el dominio absoluto sobre todo Kew’Om. La historia ha dicho que el rey reconoció con esta postura el papel de Binort al proteger al pueblo y en parte era cierto, pero la verdadera razón solo la conocían las Marcas. Binort había llegado tan profundo en su interpretación del pulso de los bosques, que estaba a punto de alcanzar un Interpretación Divina y convertirse en un dios menor. Las Interpretaciones Divinas habían quedado casi en el olvido con la partida de los dioses, pero otorgaban un poder que incluso superaba al Dragón. Nadie quería pelear contra Binort. Si El Bárbaro lograba alcanzar una Interpretación Divina, la barrera sagrada lo absorbería y trasladaría fuera de Kew’Om para llevarlo junto a los dioses, entonces no tendrían que preocuparse por él.
Por suerte para el debilitado Imperio Sagrado, Binort no tenía ambiciones más allá del Bosque Negro y estaba conforme con presidir un gobierno autónomo. La mente del Bárbaro, en apariencia simple, solo aspiraba a mantener las manos de la Orden lejos de su fe pagana.
Cuando el Sol Rojo ya se había apoderado de un tercio del cielo, la blanca claridad del ro reveló una caravana extraña a los centinelas de la Ciudadela Blanca. Venían desde el norte, y la puja celestial entre los astros ocurría justo sobre ellos, así que los guardias primero vieron un grupo de sombras distorsionadas y armaduras que fulguraban con una mezcla heterogénea de brillos azules y rojos, luego el ro dejó ver a un hombre alto y fornido montado en uno de aquellos leones dorados que pululaban con otras bestias al interior de los bosques. El animal era tan alto como un caballo, pero dos veces más robusto. Detrás de él venían treinta o cuarenta hombres y mujeres vestidos a la usanza de los Confines Libres; con capas de cuero endurecido y pulido sobre frescas prendas de tela porosa. Los atuendos eran de todos los colores imaginables y el cuero teñido siempre iba a juego con el color de las prendas más ligeras. Por lo general, usaban chalecos de cuero, camisas y pantalones, pero algunas damas llevaban largos vestidos y usaban el cuero como adorno sobre los hombros, antebrazos y cintura.
Binort, en el lomo de su león dorado, llevaba pantalones largos y ajustados, una camisa desde cuyo cuello caían hacia atrás una cascada de gruesos hilos marrones de un metro de largo, y un chaleco de cuero marrón, brillante y endurecido. Las puertas se abrieron para el Guardián sin Marca, su séquito y las bestias que los llevaban a lomos. En el Bosque Negro no sobrevivían los caballos.
Algunos centinelas jóvenes nunca habían visto a Binort y quedaron paralizados ante las bestias y las ropas extrañas, pero lo que más les impresionó fue el gigante montado en león dorado. Binort medía más de dos metros y sus hombros eran tan anchos que un niño no podría extender los brazos frente a él y tocar ambos extremos. Había una sonrisa en su rostro redondo y apacible, pero en el fondo de las profundas cuencas que creaban los prominentes pómulos, una intensa mirada verde y feral desfiguraba la imagen de hombre bonachón hasta convertirla en la estampa de un animal que acecha a su presa con ardides.
- ¡Ve a La Montaña y dile a Iro que Binort ha llegado! – rugió el capitán de guardia a un soldado joven que miraba la procesión desde las almenas de la muralla.
El muchacho dio un salto al salir de su embelesamiento.
- ¡Sí, señor! – contestó mientras ya se trepaba a un caballo y lo ponía al galope lanzando miradas furtivas hacia atrás.
Binort estaba acostumbrado a que los solares reaccionaran de forma extravagante a sus ropas, monturas y cultura. Comprendía que su pueblo había pasado demasiado tiempo aislado en los bosques y que los adoradores de los soles habían olvidado lo que antes fuesen sus costumbres. Mucho tiempo antes de la llegada de los Soles, la humanidad vivía en Kew’Om bajo el amparo de la Diosa de la Tierra, los solares vinieron huyendo de la Guerra Divina y recibieron refugio. Luego llegaron sus dioses y trabajaron de la mano con la diosa de Kew’Om. Las tradiciones se mezclaron, pero cuando la contienda de los dioses terminó, los dioses se recluyeron y el pueblo de Binort hizo lo mismo. Kew’Om fue poblado por los solares y con el tiempo se creyeron dueños y señores.
Pero aquello no era algo de lo que Binort debiera preocuparse, aunque los solares olvidaban, el pueblo de los bosques no lo hacía. Cuando la Guerra Divina regresara, todos los habitantes de Kew’Om lucharían en el mismo bando. No obstante, eso no sucedería pronto y mientras tanto, él debía impedir que las tergiversaciones que los solares hacían de su propia fe dañara a Dorák e Íria. La Diosa le había hablado hace mucho tiempo: Dorák es el destino y la niña roja lo ve venir, y Binort había interpretado sus palabras como una señal para protegerlos. Eso hacía en aquel momento.
Una multitud de personas se aglomeró para verlos pasar, siempre a distancia prudencial de sus bestias. La Ciudadela Blanca no era más que una repetición interminable de idénticas casas de piedra gris. Muy pocos edificios alteraban el patrón aburrido y ordenado del lugar. Aquello era propio de los solares; la arrogancia. Una ciudad ordenada para un pueblo ordenado en un reino ordenado y custodiado por el más alto deber que la humanidad carga. Cadenas, para Binort los solares se ataban con las cadenas de su arrogancia y luego tropezaban con ellas. Así había caído Igor; en la búsqueda de la verdad sobre el deber de su pueblo. Los solares se habían atado con tantas cadenas de fe, orgullo y conveniencia, que ya no podían andar sin tropezar con ellas.
Y ahora esas cadenas amenazaban al niño que lo trataba como a un padre. Y a la Santa de los Soles que logró escuchar la voz de la Diosa y se sintió halagada por ello. Si los solares querían condenarlos, Binort estaba dispuesto a llevarlos a sus Confines Libres e iniciar una guerra si fuera necesario. La Diosa los había puesto ante él y Binort no fallaría en protegerlos.
Cuando abandonó la interminable monotonía de piedra gris y entró en el verde jardín, pudo ver que las grandes puertas de la Montaña estaban abiertas. Aún las cubría la faull. El Dragón y la Suprema lo recibían, a él, al ro y a la presencia del hombre que volaba montado en la luz del Sol Rojo, tan alto en el cielo solo las Marcas lo habían notado. Binort sintió su compañía desde que el cielo comenzó a teñirse de blanco, y rezó a la Diosa para que ese hombre fuese imparcial una vez más, aunque no comprendía sus motivos ni la capa de misterio que envolvía sus acciones. Binort, al igual que Dorák e Íria, lo había apostado todo a Ylión, pero a diferencia de ellos, él tenía las palabras de su diosa como guía y no las cadenas de los solares. Si Ylión no reconocía la Marca de Dorák, Binort se llevaría a sus protegidos ese mismo ro, aunque tuviese que arrasar La Montaña.
Continuará…
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Extensiva la descripción deas ciudades, pude imaginármelas bien. Binort es un nuevo jugador político. Será que no le interesa el poder?
¿Cuánto tiempo es un ro?
Gracias por compartir.
Muy bueno