Larki estaba desnuda y encadenada sobre la silla de tortura.
Aterida de frio y vergüenza. La Mano Izquierda del Gran Vindicador era una adolescente tímida a pesar de todo. Pudorosa como la dama que debería haber sido antes de que El Resplandor la destrozara. Miró una vez más a su alrededor para evitar ver su cuerpo desnudo y lleno de moratones rojizos. Una habitación sencilla, casi demasiado pequeña para las mesas de hierro y madera cubiertas de óxido. Al menos habían sacudido el polvo de la aparatosa silla de tortura… y, gracias a K’Vasi, no habían demostrado interés en utilizarla. A la luz gris de la lámpara alquímica de estaño, la menuda muchacha comprendió que la habían sentado allí para poder cargarla con la mayor cantidad de cadenas posible. La sala de tortura del Alto Sacerdote Ishanil estaba en desuso. Larki esperaba no dar motivos para reactivarla.
Me temen, comprendió Larki. Y los hombres de Ishanil tenían buenos motivos para hacerlo, necesitaron a veinte alquimistas para acorralarla, y un Templo de magia negra para reducirla. Aun así, la Hilandera había hecho rodar once cabezas antes de ser derrotada.
Ishanil vino a verla en cuanto ella se despertó tras la paliza, envuelto en una manta de aluminio entretejido.
- Estúpido suertudo… ¡vino a verme envuelto en una manta! Si solo hubiese podido rozarlo.
Pero el Alto Sacerdote no se acercó a ella. La interrogó desde el umbral de la puerta abierta. Una precaución instintiva que le salvó la vida a pasar de haber ido ante La Hilandera envuelto en una tumba. Larki era habilidosa hasta el extremo de poder trasmutar algo que simulara ser tela, aunque no lo fuese, el único inconveniente era que debía tocarlo antes. Por supuesto, nadie había acercado siquiera un pañuelo a Larki, ella estaba segura de que habían arrancado hasta las alfombras en aquella sección del castillo. Una medida exagerada, claro, La Hilandera era solo una alquimista más, con cuatro transformaciones de su piedra filosofal de tela aún no podía trasmutar algo que no pudiera ver. Aun así, bastaría un hilo para forzar los candados de la silla, apenas una hebra para cortar la cabeza de Ishanil… un pañuelo, para desatar el infierno entre esos pervertidos.
Ishanil la abandonó casi de inmediato cuando ella amenazó con convertir su «manta» en un moledor de carne. Ese había sido otro error impulsivo, igual de estúpido que el que la empujó a asaltar el sótano del Alto Sacerdote al enterarse de que iban a escapar con el Templo esa misma noche. Hubiera tenido más posibilidades de robarlo si hubiese esperado a que lo sacaran. Atacar en la noche, cuando tu víctima confía en no ser encontrada, siempre es mejor que lanzarse contra una veintena de alquimistas atrincherados al final de un pasillo, incluso cuando les tiemblan las piernas ante lo que les vienen encima.
Ahora estaba desarmada y cautiva. Huirían con el Templo.
- Me matarán – musitó removiéndose entre cadenas, pero el pesimismo nunca había encontrado una presa fácil en ella. No desde que El Gran Vindicador obrara un milagro para curarla.
Necesitaba concentrarse en salir de allí. Frente a ella había una puerta de madera manchada de óxido, podría derribarla si se liberase de la silla, pero justo ese era el problema ¿No? A una altura de dos metros en la pared continua a la puerta, hacia la izquierda, la noche multicolor se filtraba por una pequeña ventana. Larki no creía poder salir por allí, era apenas un orificio de ventilación. A través de él escapaba una tubería de bronce, recordaba haber visto esa chimenea alquímica mientras se infiltraba.
- ¡Condenado…! - protestó Larki frustrada – Espero que K’Vasi envíe a sus segadores para enredarte las piernas y las manos.
Salir por la ventana tampoco funcionaría, aunque pudiese llegar a ella, estaban a decenas de metros de altura. Además, sin nada de tela no podría soltar las cadenas. Volvió a mirar su cuerpo y apartó la vista como si su desnudez quemara. Sabía que su cara estaría roja como un tomate. Sacudió la cabeza de un lado a otro, en parte para intentar despejar su mente de ideas pesimistas y, por otro lado, para apartar los cabellos negros y rizados que le caían sobre el rostro. Le llegaban hasta más abajo de los hombros, si pudiera encogerse hacia adelante le taparían las…, pero no. El collar de hierro fijado a la silla le impedía encorvarse. Habían sido meticulosos al extremo, la muchacha estaba segura de que habrían registrado a fondo la sala de torturas y retirado hasta el último trapo, porque su alquimia no percibía nada.
Temía que la mataran o torturasen, era más probable que la mataran. Ishanil no podía permitir que Larki saliera viva de allí después de encontrar un Templo de Al’Odi en su castillo. Si seguía viva era por el miedo que el viejo enfermo le tenía al patrón de La Hilandera. Cixlu sabía dónde estaba ella, si Ishanil la mataba, el Gran Vindicador lo mataría a él en represalia. Sucedería lo mismo si intentaba torturarla, Cixlu descubriría las heridas y haría pagar al sacerdote. Con todo, el Alto Sacerdote pronto encontraría una forma ingeniosa de deshacerse de ella. No sería suficiente para engañar al Gran Alquimista, pero eso no lo creería su captor, hasta que Las Bocas de Cixlu llegasen para arrojarle el cielo sobre la cabeza.
Lo que no sabía Ishanil era que Larki nunca revelaría su secreto, le preocupaba algo más. Sabía que Cixlu aparecería para salvarla o vengarla si ella daba la alarma, podía sentir la cálida alquimia del Gran Vindicador irradiando desde el diminuto pendiente de hueso en su lóbulo derecho. Un roce de su voluntad sería suficiente para hacer que el hombre más poderoso del mundo derribara las paredes de este nido de ratas herejes por ella, pero después vendrían las preguntas. ¿Qué hacía allí La Hilandera? ¿Qué esperaba conseguir el Gran Vindicador enviándola allí? ¿Por qué la tenían presa? Larki no pondría en riesgo a su maestro. No lo haría, aunque significara su muerte. No obstante, aunque era obstinada, su mente ya solo pensaba en escapar… en encontrar un trozo de tela y huir de allí. No creía poder robar el Templo para Cixlu, no ella sola, y… luego de la carnicería que se había visto obligada a realizar, robar el Templo con sigilo era una causa perdida.
Mientras se lamentaba por haber fracasado, la exigua luz que entraba por la ventana se extinguió. Larki alzó la vista. Una cabeza encapuchada se metía por el orificio, luego un brazo, después un hombro. La muchacha apenas tuvo tiempo de pensar en cómo el intruso había subido por una pared lisa de más de cincuenta metros, la escena que tenía delante era tan incoherente que quedo absorta mientras un hombre joven, de cabello castaño muy oscuro y unos hombros demasiado anchos para pasar por aquella diminuta ventana, se colaba a través de esta en la habitación. Para rematar lo que podría haber sido tan divertido como un truco de circo — si Larki no estuviese desnuda y encadenada a una silla de torturas mientras un desconocido se retorcía como un sinhuesos para entrar en su celda —, el hombre cayó de pie a pesar de haber entrado de cabeza.
Larki recordó su desnudez y se sacudió con torpeza para intentar cubrirse con el pelo. Entonces vio la espada de hoja estrecha y en forma de triángulo que colgaba en la cintura del intruso. El corazón le dio un vuelco y, como una estúpida, alzó la vista hacia el rostro del muchacho. Su mirada calló como una roca en el pozo de espirales naranjas que eran las pupilas del Infalible. Su cuerpo tembló ante la determinación que proyectaba el joven y, de inmediato, su mente comenzó a fragmentarse y a torcerse en la absoluta certeza de que aquel muchacho podía lograr todo lo que desease, ella no era nada en su camino, bien haría en desaparecer o doblegarse, o hacer todo lo que fuese necesario para que él tuviera éxito, debía abandonar al maes…
Larki apartó la vista del Infalible, horrorizada.
- Te soltaste… - musitó el ser con tono curioso.
Larki volvió a alzar la vista, pero solo hasta ver los labios del Infalible. Este era el tipo de cosas que sucede al formar parte de los planes del alquimista más poderoso de Ogok’Ib, Templos de magia negra y usuarios de magia antigua. Nada era imposible en aquel círculo de entidades con poderes casi divinos.
- Eres del vindicador, ¿cierto? – afirmó el ser a pesar de concluir la frase con una pregunta – La Hilandera – agregó antes de que Larki pudiese responder.
Entonces se giró y caminó hacia la puerta, despreocupado.
- Por favor, libérame, Infalible. Puedo ayudarte – se apresuró a decir Larki.
El ser se detuvo.
- No me va a hacer falta ayuda y queremos lo mismo.
El infalible desenvainó la espada y la alzó hacia el candado de la puerta. Larki sintió que su oportunidad se esfumaba.
- Sé que no puedo tener lo que usted ha decidido obtener – dijo a la desesperada, aceptando el fracaso.
- No necesito ayuda, pero una distracción lo hará más fácil – contestó el Infalible.
Se giró hacia Larki y volvió a enfundar el arma. Se quitó la capa. A Larki ni siquiera se le había ocurrido sentir la capa del ser con su alquimia, esa tela pertenecía al Infalible y ella no era ninguna suicida.
- Además, el vindicador me cae bien, no es tan tonto como los otros alquimistas – declaró el Infalible.
Larki creyó ver que el muchacho se ruborizaba al voltearse hacia ella. ¿Aquel ser podía sentir pudor? Le lanzó la capa. Larki trasmutó de inmediato, bebiendo con avidez la naturaleza simple de aquella capa de lino, envolviéndola con el aliento de su piedra filosofal. La capa estalló en una gloriosa tormenta de hilos marrones y embistió hacia La Hilandera. En menos de un parpadeo las cadenas y la silla fueron molidas en polvo de hierro. Pantalones ajustados y una blusa sencilla se apretaban ahora contra la piel de la alquimista.
- Te queda bien, ¿no? – afirmó el Infalible.
Larki, sin idea de cómo debería tratar con el ser, se limitó a asentir.
- Todos estos son escoria, barre con lo que te encuentres hasta que logres salir. De lo demás me encargo yo.
- Sí, pero… -
- No hay peros, ya lo verás.
- ¿Qué?
- No hay peros.
Larki no podía sentir ira en la voz del ser. Mejor que así fuera, porque acababa de contradecirlo. No contradices al Infalible, eso es una tontería improductiva. El hará lo que decida hacer y el resto son hojas sueltas volando al son de su vendaval.
- Es que… tengo ordenes de ser discreta.
- Hilandera, yo estoy aquí y cuando los hombres del rey Imar vengan preguntando qué pasó, todos dirán, «El Infalible, eso pasó» y por un tiempo nadie pensará mucho en ti. Todos tendrán la cabeza ocupada y las nalgas apretadas porque el Infalible movió ficha. Tu maestro arreglará lo que tenga que arreglar en ese tiempo y no pasará nada – el ser dijo todo esto de una vez, sin apenas hacer pausas y con tono petulante y divertido.
Por un instante, Larki creyó ver a un muchacho fanfarrón en el Infalible. Estúpida, por ideas como esa se muere la gente todo el tiempo, se recriminó en silencio.
- De acuerdo, Infalible.
El ser sonrió y sacudió el candado con una mano. Se desarmó, la cadena rodó al suelo. Larkí evaluó la sonrisa del Infalible, tentada de escudriñar sus ojos. No lo hizo, pero la suspicacia, o la imprudencia, le animaba a hacerlo. Antes había intentado usar la espada. La sonrisa del ser se ensanchó mientras ella pensaba esto y, quizás sobre los pliegues que se formaron en la comisura de sus labios, el aura de enigmas dejó ver algo de humanidad. Que me ahoguen, pero está presumiendo.
Larki avanzó y salió al exterior. Sí, habían retirado las alfombras, pero había un cuadro de lienzo al final del largo y curvo pasillo, justo sobre dos perplejos y aterrorizados guardias. La Hilandera trasmutó y la manga derecha de su blusa se descoció, un hilo de lino delgado voló hacia el cuadro y lo atravesó. Casi como tela, pensó Larki antes de trasmutar otra vez. El cuadro se descompuso en una madeja de hilo que amordazó a los guardias en un instante. Ella echó a correr y cuando pasó junto a ellos tanteó sus ropas con alquimia, sus voluntades eran débiles y estaban asustados, las túnicas de los guardias se convirtieron en una madeja de hilo y voló tras ella. No se detuvo a ver qué hacia el Infalible, sólo le había pedido una distracción y que saliera de la torre, el resto quedaba en sus manos. Por eso, cuando ella irrumpió rodeada de una nube de hilos asesinos en un salón custodiado por media docena de alquimistas, y los gritos de alarma quedaron opacados por el rugido gutural de la roca al ser destrozada a golpes, La Hilandera no miró atrás ni se echó al suelo. Arriba luchaba un semidiós y le había ordenado huir. Larki arrojó su nube de muerte sobre los alquimistas y reclamó las ropas que llevaban para sumarla a su arsenal mientras llevaba arrasaba el siguiente pasillo.
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Muy bueno, me gustó la actitud de Larki y la idea de una alquimista capaz de manipular la tela a su antojo.